Christian Diederich fumaba asomado al ventanal de su enorme oficina en el quinto piso, mirando hacia el cauce del vecino Spree, que discurría a unos metros de la lujosa sede de Golden East Gmbh.
Exhalaba contenidamente, apoyando con fuerza ambas manos sobre el frío metal, mientras un purito casi olvidado se consumía entre sus dedos. Reparó en él por las ligeras volutas que aún desprendía, y se obligó a apagarlo en el cenicero para no ensuciar más el alféizar de metal pulido.
Había tenido que luchar con Recursos Humanos para que dejaran de molestarle con la tontería de fumar en el despacho y de las ventanas solo abatibles. El nuevo milenio había traído innumerables maravillas, sin duda, pero también innumerables estupideces con las que molestar a la gente que aún sabía cómo ser adulta. Por ejemplo, para que cuatro débiles mentales no se arrojasen al vacío si tenían un mal día, debían sufrir todos, con ventanas que casi no dejaban pasar el aire ni permitían fumar como una persona normal. Dejó el cenicero tras una de sus plantas y arrojó la colilla al vacío con un chasquido de dedos viendo como trazaba una pequeña parábola y caía en el río.
Cerró la ventana satisfecho por su pequeña acción de rebeldía y siguió las curvas del río con vista, disfrutando como siempre del espectáculo de aquella división tan elegante de Berlín. Norte y sur… aunque quien sabía cómo mirar seguía viendo en muchas partes la vieja frontera este y oeste. Y Diederich, que había pasado una gran parte de su vida pendiente de esa frontera, tenía los ojos tan entrenados que no podía ver Berlín de otra manera.
Él seguía siendo el mismo, pero la ciudad había cambiado con los años. Ahora se parecía más a cualquier otra capital mundial prostituida al consumismo de estilo americano, con su aparente diversidad y espontánea libertad de acción catalogada, etiquetada y comercializada de acuerdo a un plan de negocio caníbal que terminaría por ahogarse a sí mismo a base de mediocre repetición. Réplicas de simulacros de autenticidad repetidos en New York o Lisboa o Barcelona. Hasta en Moscú habían permitido que los americanos vendieran sus hamburguesas cerca del Kremlin. Y su ciudad, su gran ciudad a la que tanto había querido, era el mayor ejemplo de esta pérdida de identidad.
El mundo había olvidado sus valores. Ya no se creía en el bien y el mal, en lo correcto y lo incorrecto. Ahora se creía solo en lo relativo, en lo individual. Cada persona era más importante que el total del país, cada capricho más importante que las necesidades de la nación.
Él tenía su parte de culpa. También él se había dejado llevar por la moda debilitante de la comprensión paternalista y el “todo vale”. Era culpa suya que ahora se encontraran en esta situación, al borde de incumplir su promesa con la Dirección. Todo por su sentimentalismo y el tratamiento especial que daba a Matze.
Se sentó frente a la mesa de metal y cristal y miró su teléfono sobre la mesa. Ahora tenía que arreglarlo sin perder los nervios. Tenía que recordar que ver a Matze como un instrumento más, no como el hijo de su mentor en la Juristische Hochschule de Postdam. Si el Dr. Kelch levantara la cabeza… no estaba seguro de lo que pensaría su antiguo maestro. Por un lado, su hijo era un hombre de carrera y cierto éxito intelectual; por otro, se había alineado con potenciales enemigos del Estado, aunque Diederich reflexionaba frecuentemente en qué estado pensaba cuando hacía esas afirmaciones. La DDR había caído y la URSS se había desplomado, pero algunas estructuras sobrevivían realizando prácticamente las mismas acciones, aunque llevaban un nombre distinto y precisaban licencias de comercio. Ese era el caso de la Golden East Gmbh, fundada por el coronel que había sido su superior en el HA VIII, antes de la caída del Muro.
Diederich se sentía orgulloso del trabajo que había realizado en los últimos 29 años, recopilando información empresarial que fuese provechosa para los amigos de antes, ahora transformados en clientes. Muchos de los jóvenes trabajadores de la empresa creían que estaban ahí solo para ganar dinero, y no entendía que las facturas eran solo una excusa, un mal necesario para realizar una acción de resistencia política. Las nuevas generaciones, en general, no tenían ideales realistas, y muchos se avergonzaban de sus orígenes o, lo que era aún peor, de los ideales de sus mayores.
Matze había sido como esos jóvenes, pero por suerte había reconocido sus errores y había elegido retomar el control de su vida, por tantos años abandonado a los caprichos mercantiles de su empresa, una filial de un grupo de inversiones multinacional, pero con sede en New York. Matze había estado perdido por muchos años. A sus 46 años no había logrado mantener ninguna relación sentimental y, pese a haber alcanzado cierto reconocimiento como matemático, nunca había sido capaz de avanzar más allá de un simple trabajo sin posibilidad de ascenso como manager de un pequeño departamento de criptografía. Solo su arrepentimiento en el último año y su docilidad para colaborar con Diederich, a quien veía como un benevolente tío, le había proporcionado algo de control sobre su propia vida. Matze había comprendido que la empresa para la que trabajaba no le respetaba ni como persona ni como profesional, y había decidido vender a Golden East Gmbh extractos de la información estadística con la que asesoraban a sus muy exclusivos clientes.
La información proporcionada era de un valor incalculable para los superiores de Diederich, y Matze recibía una más que adecuada compensación por sus servicios, aunque él esperaba que el hijo de su maestro estuviera recibiendo también un pago en autoestima y dignidad personal, y tenía la esperanza personal de que un día decidiera dejar totalmente su colaboración con los americanos y aceptase trabajar con él.
Ahí había estado el error. Diederich se había permitido el injustificable lujo de tratar a Matze como una especie de hijo, quizás como un sustituto a ese hijo real que había muerto en 1975 con una aguja en su brazo, engañado por la propaganda de evasión llegada de occidente de la mano del rock and roll y las películas de Hollywood. Matze no era su hijo. Matze era un colaborador que se había mostrado excesivamente caprichoso a la hora de entregar la información que estaba vendiendo.
En total habían realizado ya tres entregas de información. Siempre en almacenamientos físicos, nada de dejar rastros en los ordenadores. Diederich sabía que algunas cosas no cambiaban: un dispositivo anónimo y fuertemente encriptado, escondido en un lugar público de fácil pero improbable acceso, que elige y por medios indirectos la persona al mando de la operación. El individuo que deja la información no conoce la identidad de quien la recoge, y viceversa.
En el caso de Matze, Diederich ordenaba a uno de sus técnicos que hicieran una compra de la lista de deseos que Matze mantenía en un conocido mercado online. El número de elementos comprados (una botella, ciento cincuenta folios…) indicaba qué buzón de información se debía usar, según una lista de doscientas posibilidades que el mismo Diederich había creado. Cuando le llegaba la notificación de la compra, Matze publicaba en su cuenta de una red social de fotografía una imagen de una flor, con un comentario en el que se indicaba o aludía a una hora del día, para confirmar que realizaría la entrega, o una foto de un edificio para negarse. Cuando aceptaba, Diederich contactaba con uno de sus “chicos de seguridad” polacos o rusos y le indicaba dónde debía ir y a partir de qué hora. El chico de seguridad entregaba el dispositivo a otro elemento de seguridad, normalmente en los ascensores de un centro comercial en Alexanderplatz y la información llegaba a Diederich, que se la pasaba a sus analistas para que la presentaran de manera coherente a la Dirección. Todo rozando la perfección funcional de la vieja escuela.
Y ahora llegaba el primer problema del sistema.
Diederich sabía que cuando un colaborador externo creaba el primer problema era el momento de encontrar una solución rápida a la situación y, muy importante, castigar al culpable para que recordase la importancia de sus acciones. No se trataba de asustarlo tanto que crease problemas para colaboraciones futuras, sino de hacerle sentir que, al igual que las operaciones exitosas conllevaban recompensas, los errores acarrean castigos.
Diederich abrió uno de sus cajones y cogió una bolsita de cuero en la que había un teléfono móvil con la tapa trasera y la batería separados. Se levantó y, de su estantería, cogió un libro con un hermoso lomo bermellón. Lo llevó a la mesa y separó con un abrecartas la guarda posterior de la contraportada, extrayendo una pequeña tarjeta sim que había guardado allí apenas dos meses antes, esperando no tener que usarla. Encendió el teléfono con la tarjeta dentro y marcó de memoria el número de Matze. Quizás su cabeza no fuera lo que había sido en el pasado, pero aún se entrenaba y repetía cada mañana frente al espejo los doce números que aún necesitaba recordar de manera segura.
El teléfono sonó tres veces antes de que su interlocutor respondiera.
– ¿Sí? Kolch al aparato.
– Muy buenos días, perdone que le moleste, -comenzó Diederich con su mejor versión de una voz despreocupada- nos comunican que su envío CH8352461 ha tenido problemas, ¿podría repasar por favor todos los pasos realizados para asegurarnos de que el paquete no se ha extraviado?
Escuchó al otro lado de la línea el inconfundible sonido de una brusca inhalación. La respuesta llegó balbuceante y cargada de miedo evidente. El precio a pagar por tratar con aficionados. Incluso cuando conocían los protocolos tenían que pensar para implementarlos.
– Claro. Sí, sin ningún problema. Gracias por avisarme. Revisaré mi envío. Claro.
– ¡Se lo agradecemos! Que tenga un muy buen día.
Diederich estaba apretando el botón rojo cuando una débil voz surgió del teléfono.
– Perdón…
El viejo agente negó con la cabeza. Ahora tenía que pensar en cómo castigar a Matze y qué verdad contar a la Dirección.