expats,  relato

Expats I

 
– ¿Tiene ya su carta de la social security
Me pregunta la mujer de las gafas verdes y el acento casi, pero no del todo mexicano, apenas entro en la oficina. Y le enseño un rectángulo de cartulina barata que me acredita como algo legal en este país. Sin darle más importancia ni perder la amabilidad, se agacha y saca una carpeta marrón del mostrador con un buen montón de papeles.
– Firme donde está marcado.
Y yo comienzo a buscar flechas amarillas de plástico que me indican dónde debo estampar mi nombre, mis iniciales, un vale por el total de mi alma o lo que sea que me pidan en este sobre-preciado rincón del mundo en el que quiero enterrarme por unos años. Wellcome to the US of A, me digo con sarcasmo. Ni leo los títulos de lo que firmo después de los cuatro primeros pliegos. Total, qué más da. Sólo es una formalidad, sólo algo que todo el mundo debe hacer para estar aquí, igual que lo de las huellas y el escaner de retina en el aeropuerto. O lo haces o no pasas.
Los últimos folios vienen dentro de una carpeta más delgada que dice algo de un Kaiser. Parece que son mi contrato con la aseguradora médica de la universidad, o algo así. Tengo que elegir si quiero tener un médico o médico con otros lujos, como dentista. En ese caso deberé pagar un poco extra. Sancho, Sancho. Desde luego. Cosas veredes. Devuelvo el bolígrafo con una sonrisa y me encuentro con un muro de dientes que parecen ser un quíntuple reflejo de mi mueca, causado, sin duda, por el conocimiento anteriormente explicado de que soy español, como su abuelo. Me da un papel sellado con un teléfono escrito en un postit y me despide diciendo que llame si tengo algún problema con la acreditación, pero que todo debería estar correcto. 
– Take care!
Y vuelve la mirada al ordenador, mientras sus dedos crepitan sobre el teclado y yo abro la puerta al calor de esta ciudad. Nada más salir del edificio echo mano al extraño teléfono que desde hace una semana es mi móvil y marco uno de los pocos números que tengo en mi agenda.
Everything went well, Chris, thanks for the help.
Y Christina, mi enlace en esta universidad y compañera de departamento, me pregunta por mis inexistentes planes para esta tranquila y calurosa tarde de agosto. Un par de minutos después ya sé que estoy invitado a conocer a un par de amigos suyos que se juntan cada semana para cenar en alguna parte de la ciudad. Hoy toca un restaurante italiano cerca del mar, así que podré ver el océano, cenar en compañía y evitar la depresiva espartaneidad de mi piso bicameral.
Cuando decidí marcharme de España no esperaba que la gente fuera tan cariñosa y cercana por aquí. No esperaba las visitas de las vecinas ni los consejos de los consejeros de la universidad. Tampoco esperaba que nadie trabajara como voluntaria ayudando a los recién llegados a aclimatarse, haciendo de “hermana mayor” como he oído decir por ahí para tener contentos a los cerebros fugados de naciones menos desarrolladas en esto de pagarle a la gente porque estudie y den algunas clases. No está nada mal, de cualquier forma, que te mimen un poco y que te presenten a gente y te den una vuelta por esta insidiosa ciudad de bello cartón-piedra.
Dame tranquilidad, le pido a mi dios interior. Tranquilidad para no encontrarme otra vez con quien siempre desprecié ser y fui. Tranquilidad para poder disfrutar sin pensar las cosas cuatro veces más de la cuenta. Tranquilidad. Es lo único que pido.
Miro el reloj y me doy cuenta de que queda sólo una hora y media para que Christina me recoja en la entrada del campus para irnos. Mierda. Aprieto el paso para llegar a casa y darme una ducha rápida, que este día ha sido demasiado largo. Mientras llego hasta mi piso pienso en las cosas que he hecho desde que me bajé del avión hace menos de medio mes: comenzando por empezar a pensar en hacerme a la idea del acento de estas tierras, tan diferente del que estudiamos en la universidad, hasta pasar por todos los trámites burocráticos y reuniones académicas necesarias para acreditarme como becado doctoral del departamento de estudios culturales y presentarme a quienes serán mis compañeros y compañeras de doctorado, y mis profesores y profesoras. Gracias a Chris comprendí que los últimos serán quienes me esclavicen con buenas palabras para que haga parte de su trabajo, pero eso no es demasiado malo. Prefiero recibir un palo en forma de trabajo extra de vez en cuando, siempre que sepa que lo más normal es recibir una zanahoria. 
Elijo mi ropa recordando que aquí la gente tampoco se viste tan elegante como en casa y me meto bajo el agua ignorando el hecho de no haber comprado nada para higienizar este plato de ducha que tiene pinta de haber lavado cuerpos sudorosos desde que Irak era Vietnam. Hago gárgaras y me seco con cuidado sobre una toalla doblada en el suelo. Me han dicho que hay un Ikea por aquí cerca y debería visitarlo pronto, para comprar algunas cosas y hacer más mío este sitio. Paso del baño al dormitorio mientras me pongo los vaqueros y me abrocho la camisa en el salón cocina. Miro mi imagen en el espejo que devuelve, siempre, una versión sepia de mí mismo, y salgo a la calle con noventa y cuatro dólares en la cartera y ganas de pasarlo bien.
Chris me recoge en una pequeña furgoneta Volkswagen color naranja que parece haber ido hasta Europa y dado la vuelta, todo ello un par de veces antes de terminar regresado a estas tierras, aunque supongo que pega con su conductora. Christina parece sacada de una canción de The Mammas and the Papas, aunque no es rubia como las chicas que uno imagina cuando ignora que una gran parte de quien vive aquí tiene apellidos como el de mi conductora: Guerrero. Lleva sandalias de cuero pero conduce con los pies descalzos, el pelo recogido en una coleta y una especie de blusa o camiseta con botones de color crema que parece haber salido de un catálogo de 1974. Vintage supongo. Por lo que sé, trabaja como asistente de un profesor en el departamento de estudios culturales, trabajando sobre las representaciones de Aztlan en los cuadros pintados por artistas chicanos entre los setenta y los ochenta. La primera vez que hablé con ella, se pasó una hora enseñándome ejemplos en su portátil. Y yo pasé de no saber nada sobre el tema de los primeros pobladores a estar muy confundido sobre la cuestión de “la raza”. 
En unos pocos minutos estamos en una autopista que anuncia, o se llama, no sé, Harbor. Abro la ventanilla y dejo que la música se escape de la furgoneta y que el aire contaminado entre dentro, refrescándonos más que la ficción de aire acondicionado que esta antigüedad -quizá sea como la camisa- nos escupe a la cara. Circulamos a 75millas por horas, adelantando por izquierda y derecha los coches más lentos que se ponen en nuestro camino, navegando los cuatro carriles de esta monstruosidad de cemento que nos lleva, por fin, a un parking de tierra frente a un parque de palmeras. Entonces nos paramos y Chris se pone sus Rayban sobre la cabeza.
Santa Monica.
Grita, una vez que pisamos el suelo, abriendo los brazos para abarcar la ciudad que se extiende ante nosotros jugosa y parpadeante en su vestido de mar, norias y neón. 
Y yo sonrío mientras sigo su mirada con naturalidad. Como si no fuera la primera vez que hago esto. Allá vamos.

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