me guiña un ojo casi imperceptible
-con precisión de segundo-
sobre el espejo en que nos medimos las arrugas,
yo vencido, y ella
seductora, inmaculada, vencedora inconsecuente.
su presencia no tiene remedio
en mis mañanas,
horas llenas de nada que busca ser fértil,
busca acariciar y aferrar,
susurrar y morder.
ella
solo devuelve la más pálida de las mejillas,
cortante
como hoja sin mella.
su desdén es etéreo y frio.
me ignora ruidosamente.
con pulsante constancia me ignora.
entre neurona y ventrículo llevo su nombre.
recito devoto sus títulos
y espero
-de nada sirve adular-.
se sienta frente a mí,
en mi mesa, en mi casa,
y me niega
-arrogancia de diva provinciana,
consciente reina del lugar-.
mira con calma intensa
el nerviosismo de mis dedos,
el sudor de mi frente que busca y no encuentra
sus favores.
un estrépito de agujas lanzadas al aire
marca el final de nuestros días juntos,
y se va. se marcha. desaparece,
y el eco de su victoria me persigue a la cocina,
entre el pan y el tomate,
las rutinas que no son ella
-y por eso ella es más,
es mejor que…-
aveces
-en las noches de vueltas
y recapitulación-
la escucho acercarse y dejar
-breve como alivio de enfermo-
la huella a pie de labio
de un beso
que olvidaré en la mañana.