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La mujer tras el ventanal oscuro

Las cosas no estaban bien. Para nada. No era justo. Ella había tenido tres hijas que ya vivían fuera de casa, y había trabajado cuarenta y dos de sus sesenta y nueve años. Había enterrado un marido y un hermano. Los únicos hombres en su vida. Había hecho las cosas como se tienen que hacer. Y las seguía haciendo, aunque a su edad debería estar recibiendo las atenciones de otros, y no preocupándose por todo. Pero no se podía hacer nada, solo seguir haciendo las cosas bien.
Cada día se despertaba a las siete de la mañana para hacer el desayuno, aunque no siempre tenía gana de desayunar. Se duchaba y limpiaba la casa. Salía a la tienda y recogía el correo.
Una vez a la semana iba a casa de Miriam y su hermana para tomar café y hablar durante dos horas. El primer sábado de cada mes iba con un grupo de la parroquia a caminar por el bosque. Un domingo al mes comía en casa de una de las dos hijas que aún vivían cerca. Se alternaban. Una vez al mes comían en su casa. También se alternaban.
Cuando llovía, recogía las sillas de la terraza y las guardaba en el salón, para que no se estropeasen. Otras vecinas habían comprado sillas de plástico, pero ella no. No eran de su estilo. Ella seguía teniendo las mismas sillas de madera que les habían regalado sus padres después de la boda.
Vivía en el número 36 desde que se había casado, a los 21 años. Otras chicas de su edad habían repudiado las formas de hacer las cosas de la generación anterior, pero ella no. Su madre había sido una mujer ejemplar y su padre un hombre de verdad. De los que no se veían en el nuevo siglo. Ni, desde luego, en el recién estrenado.
Su casa era su palacio y su fortaleza. El edificio era quizás más humilde de lo que a ella le hubiera gustado, pero ella había conseguido, con el paso del tiempo, convertir el interior en un hogar casi a su altura. Gas en la cocina y porcelana en el baño. Su único pesar eran los muebles del salón; los había cambiado dos veces en toda su vida. Y el segundo cambio había sido un error. Por culpa de no saber decir que no a su ahora difunto marido, que había sido un buen hombre, pero no tenía buen gusto.
Muchas cosas eran nuevas en el barrio. Las tiendas habían desaparecido casi por completo y los supermercados eran la norma. Los bares seguían estando allí, pero casi todas las cafeterías habían cambiado de nombre o de estilo.
El hijo del carnicero, que a pesar de su trabajo era un auténtico caballero, había traspasado el negocio tras la muerte de su padre y ahora una cadena vendía los filetes. La calidad era buena pero a ella no le gustaba comprar ahí. Ya no era lo mismo.
El edificio de enfrente lo había comprado una empresa que lo alquilaba barato y se había convertido en un nido de extranjeros, bajando el caché de toda la calle. Eran casi todos de fuera, sobre todo gente en apariencia respetable y de su edad, pero, alarmantemente, cada vez llegaban más parejas jóvenes que no respetaban los horarios y dejaban las bolsas de reciclaje en la calle, cuando los cubos estaban llenos. Había una pareja en el segundo, una en el tercero y dos -¡dos!- en el último piso. Por curiosidad se había acercado a mirar los nombres en los buzones del portal, y estaba claro que muchos no habían nacido ni siquiera en Europa.
A pesar de la amenaza extranjera, sus días eran tranquilos, aunque quizás un poco monótonos. La radio ya no ponía nada interesante y se había cansado de escuchar siempre los mismos discos, y la televisión era solo basura, así que, para entretenerse, solo leía. Y miraba por la ventana desde su sillón, dejando las luces apagadas, para pasar las horas muertas.
Ella no era una mujer demasiado curiosa, pero tenía derecho a saber lo que pasaba en su calle. Al fin y al cabo, la mayor parte de quienes vivían allí eran recién llegados. Una no podía fiarse del todo y asegurarse de que todo fuera bien era algo inteligente y de servicio al barrio. Además, no hacía daño a nadie, si, a veces, usaba los prismáticos de su marido para ver mejor lo que pasaba al otro lado de los cristales. Era un entretenimiento inofensivo.
Laura, la pequeña, le había gastado algunas bromas al respecto cuando encontró los prismáticos en la cesta de la lana, junto a sillón. Siempre había tenido un sentido del humor un poco extraño. Pero no se lo tenía en cuenta,  era así porque no había tenido ningún problema en la vida, y eso llevaba a la frivolidad. No era culpa suya. Entre el exceso de atención de su padre y la mano blanda que había tenido ella misma, por aquello de tratarse de la última de las hermanas, y que ella ya estaba un poco mayor, y trabajando demasiado cuando la tuvo, las normas que habían sido de hierro para las dos primeras se relajaron bastante. Y eso se notaba ahora.
La pequeña se había ido a vivir con su novio a 300 km, llamaba una vez a la semana y actuaba como si fuera del todo normal. Ella creía que a su novio no le gustaba que Laura volviera a casa, y ella, claro, se dejaba influir por su opinión. Seguro. La veía una vez cada dos meses, más o menos, y siempre estaba insistiendo en que ella debería ir a pasar unas semanas a su casa, porque ella y su marido se habían comprado una casita de campo, aunque no tenían hijos, ni prisa por tenerlos. Pero ella no quería ir a pasar unas semanas a ningún pueblo. Si hubiera nietos de por medio, quizás, pero sin ellos, no. Aunque alguna vez pensó en hacerlo para ver de cerca cómo se llevaban los dos en casa.
El vecino de enfrente había vuelto a abrir la ventana de la terraza. Era uno de los extranjeros, rumano, imaginaba. Estaba casado con una chica normal, que aparentaba ser de la región, pero estaba claro que era una de esas parejas mixtas en las que ella trabajaba y él hacía el vago, cobrando, seguro, como todos ellos, dinero del estado sin mover un dedo. Habían llegado tres meses antes y aún seguían viviendo entre cajas, o al menos ella podía ver un montón de cartones apoyados contra la pared. Se les veía moverse por la casa como si ya estuvieran instalados pero las cosas básicas estaban aún por hacer: las lámparas seguían siendo cables y bombillas, no había decoración en las paredes y aún no habían limpiado la terraza, que seguía medio cubierta por el plástico que los pintores habían dejado cuando los anteriores propietarios, una pareja de rusos, habían dejado el apartamento. Eso sí era un desastre. Plástico gris asomando por los bordes del balcón, como si fueran bolsas de basura. Se lo había comentado a la presidenta de la comunidad, que lo era de todo el grupo de casas, pero ella era también, como Laura, una de esas chicas jóvenes que creían que todo está bien, y que había que tolerar lo intolerable. La mayor parte de sus conocidas no veían las cosas como ella, no veían el peligro. Pero ella sí. Porque ella se mantenía vigilante.
Ella había salido por el portal a las 8:15, pero él seguía en casa, como siempre. Iba vestido con unos pantalones de deporte grises, como los que les había comprado muchos años antes a sus hijas para la escuela. Llevaba siempre camisetas de manga corta y siempre los mismos pantalones. Ella se preguntaba cómo era posible que ninguna mujer normal pudiera interesarse por un hombre así.
Se levantaban cada día de la semana a las 7:30… o a esa hora subían las persianas, aunque no abrían las ventanas hasta mucho más tarde, algo que había comentado también con la presidenta, porque en los contratos se estipulaba que los inquilinos debían ventilar adecuadamente. Y después de una noche cerrada, la casa, toda casa,  sobre todo la de los de fuera, que cocinaban cosas más fuertes, huele mal y necesita aire. Pero sus quejas habían sido ignoradas.
Ella trataba de hacer todas las cosas bien y no era justo que ahora, cuando estaba en lo mejor de su vida y necesitaba descanso y tranquilidad, llegaran estos nuevos inmigrantes y les tomaran el pelo a todos, quedándose en casa sin trabajar y usando el dinero de sus impuestos para hacer lo que hacía el chico rumano de enfrente, quedarse sentado en la mesa junto a la ventana, delante de un ordenador, haciendo quién sabe qué cosa. Comía incluso así, como un animal, sentado en el mismo sitio. Y así se pasaba las horas, hasta que volvía la chica.
A veces los veía salir por el portal cogidos de la mano. Les había visto una vez besarse durante varios minutos en la misma puerta del edificio, ¡como si estuvieran en su propia casa! Seguro que ni siquiera estaban casados.
Las cosas no iban nada bien. Demasiados cambios en poco tiempo no eran buenos para el país. Sabía que no debía pensar así, pero a veces se descubría a sí misma mirando con ojos comprensivos al pasado.
Aferró los prismáticos con decisión y retomó su ronda, pasando poco a poco de ventana en ventana.

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