La piel de Jesús parece cuero expertamente engrasado.
Desde cerca las arrugas y estrías marcan cada uno de sus músculos, perfilan sus huesos, destacan sus movimientos. Desde lejos parece solo un anciano demasiado delgado y moreno. Se aleja de las cabañas desnudo bajo el sol. Con mechones de pelo grisáceo manchado de negro pegados a sus hombros.
Lleva tres meses viviendo en una de las cabañas de la playa, disfrutando de los precios de saldo de la temporada baja. Diez dólares la noche, desayuno incluido. Y el desayuno es tan abundante que, a veces, no le hace falta comer, y llega hasta la cena con solo una papaya o media sandía.
Mayo marca la conquista sin resistencia de los turistas. Ya está empezando a suceder, y eso pone el fin en perspectiva. Anoche han llegado los primeros universitarios con ganas de fiesta y romance frente al océano. Se le acababa el tiempo libre, se acaban los respiros y llega la hora de volver a la vida real y resolver los asuntos pendientes. Quizás un par de días más, si acaso.
Llegó a estar solo durante tres semanas. Eso sí había sido el paraíso. La camarera, Rebeca, le preguntó si no quería ir a otra parte, quizás visitar alguna cala de Puerto Escondido, pero él había dicho que no, que le gustaba mucho estar allí, que quería terminar sus vacaciones en las cabañas.
La arena arde bajo las plantas de sus pies y Jesús da gracias por estar ahí. Por estar aún ahí. La sensación de calor es todo lo que le queda una vez que acepta el dolor, y el mero hecho de sentir es una victoria solo comprensible para personas como él, que viven de prestado. Disfruta de cada segundo, de cada golpe de viento, del calor y las gotas de sudor resbalando sobre el agua de la ducha de hace apenas dos minutos que se evapora velozmente. Disfrutar creando sentido es su única norma vital, ahora.
La música del bar le llega atenuada por el rumor del océano. Se detiene y observa. El mar está bravo y rompe con fuerza contra la playa, cambiado con cada empuje las formas de la arena y haciendo brillar cada vez de modo diferente las rocas negras que separan las dos partes de la cala.
Los que viven en la zona le dan un nombre fúnebre a la zona, los turistas, uno que parece sacado de una película americana de los setenta. Para Jesús se trata solo de la Playa del Final del Día. Así la llamaba su padre cuando venían de vacaciones. Muchos, muchos años antes. En una época en la que su mayor preocupación no era el recuento de glóbulos blancos sino el de cangrejos tras las rocas.
El pequeño Jesús estaba convencido de que los crustáceos jugaban con él a esconderse, saliendo de sus inundadas guaridas solo cuando le veían aparecer sobre los charcos. El niño de pelo negro corto, tan diferente pero felizmente similar al hombre de melena ya casi seca, podía permanecer minutos enteros agazapado tras las formaciones oscuras, disfrutando del olor a algas frescas en el agua y podridas sobre los peñones, con los hombros pegados a las duras aristas serradas. Esperando impaciente a que llegase el momento adecuado para subirse de un salto y buscar con la mirada frenética a sus pequeños compañeros de juego, que salían, inevitablemente, corriendo tambaleantes en diferentes direcciones.
En una ocasión había logrado atrapar uno, y aún recordaba el grito victorioso que había lanzado levantándolo sobre su cabeza, antes de que su garganta cambiara de tonalidad, pero no de intensidad, ante la respuesta del cangrejo, que le había hecho una pequeña herida en el pulgar con la pinza. Jesús, ahora con los ojos fijos en las rocas, quién sabe si las mismas, recordó el color rojo brillante de la sangre, el dolor resquemante del salitre omnipresente y las convulsas maniobras del animal, tratando de darse la vuelta tras la caída.
Ser niño otra vez, piensa Jesús, qué delicia volver a cometer todos y cada uno de los errores cometidos. Ser consciente de todo. Equivocarse con intención de hacerlo una vez más. Caerse del sofá de la abuela, quemarse con la leña ardiendo, sentir el sabor del metal después del primer puñetazo, el amargo orgullo de la primera taza compartida con su padre.
Jesús se estira. Llega el momento de empezar a moverse, el sol quema demasiado para perder el tiempo pensando en el pasado sin prestar atención al aquí y ahora.
Un poco más, piensa y mueve los dedos de los pies. Se puede permitir el gozo hedonista de la memoria. Respira.
La decepción tras el primer beso, la deliciosa madurez de la primera bofetada, los primeros amores errados. Todos ellos. Las primeras lágrimas. Las últimas.
Deja de pensar en pesares pasados y comienza a estirarse, milimétricamente. Metódicamente, baja las manos hasta llegar a hundir los dedos en la arena. Siente los granos, uno a uno, permitir el paso de su peso en controlada caída. Se deja ir hasta notar el dolor en las piernas y la parte baja de la espalda. Un relámpago de pura nada le golpea detrás de un ojo, como siempre sucede cuando sucede esto.
Cae de rodillas. No siente, pero sabe, de alguna manera sabe, que tiene la boca abierta hacia el mar y que un hilo de saliva cae intermitente sobre su mano derecha, que ahora aferra como si la vida le fuera en ello, un puñado de arena. Nota su pulso martillear. Dobla unas piernas que no siente del todo y se sienta.
El mar es azul, azul. Y el cielo es azul, azul. La arena no, es amarillenta, casi blanca. Y los árboles en la parte alta son verde oscuro, y son pocos.
Se fija en todo y trata de no permanecer demasiado tiempo en nada concreto. Formas, colores, nombres… el repaso de las cosas que los niños aprenden en sus primeros años. Trata de ver si todo está aún ahí, si ha perdido algo importante o solo el nombre de algún tipo de cliente de antaño. Parece que todo está ahí. Respira. Siente alivio y eso le hace sentir mejor.
Los turistas comienzan a caminar hacía él, desde el bar. Espera que no hayan visto anda, que no vengan a preguntarle si se encuentra bien. Sería extraño tener que mentirles o no hablar con ellos. Al otro lado de la playa la chica americana arquea una pierna tras su espalda. Bella y joven. De piel blanca y conciencia cristalina. una hija del new age pero interesante. Ve cómo se sigue moviendo, al ritmo de su meditación en movimiento. Todo va bien.
Estira las manos, despacio, muy despacio, hasta llegar a tocar los dedos de los pies. La uña de su meñique derecho está cubierta de sangre. Puede que se haya arrancado un trozo sin darse cuenta. No es la primera vez que se lesiona y no lo nota hasta minutos después, cuando la sensibilidad vuelve por completo. Abraza con las yemas de los dedos las suelas cubiertas de arena. Piensa en su madre. Nota el dolor en la parte baja de la espalda. No por obstinación sino por no renegar de sí mismo, se obliga a ir más allá y agarrar completamente sus pies, notando el dolor en las piernas y, por fin, la extraña sensación en el abdomen. Regresa despacio a la posición inicial.
Piensa en su madre y sacude la cabeza casi imperceptiblemente, pero él sabe que lo ha hecho. Sabe que ese es un dolor que no puede ya soportar. De todas las personas que han estado o están, ella es la que menos comprendería su presencia en esa playa, con esas aguas en que la gente, muchas veces, sabe cómo entra pero no cómo sale.
Qué pensaría ella si comprendiera que sus historias, contadas como advertencias a un niño, se han convertido en la herramienta del fin para el hombre crecido.
Nota la inmensidad de ese dolor y lo deja pasar.
Cruza las piernas despacio y apoya las manos con cuidado. Respira. Se asegura de anclar los tobillos y toma un pequeño impulso, no brusco, pero decisivo. Levanta su propio peso con sus brazos y se mantiene así unos segundos. Notando el aire y el sol. Escuchando el sonido del mar. Sintiendo el viento que, parece, quiere comenzar a soplar. Escuchando, a su izquierda, el crujir de la playa bajo los pies de unos universitarios que se acercan, riendo y hablando con la despreocupación propia de su edad. ¿De dónde serán? ¿Qué placeres habrán vivido? ¿Qué dolores tendrán que sobrevivir? Tan jóvenes y llenos de tiempo, quizás salidos de los cursos por primera vez para amarse en un paraje exótico. Envidia.
Respira y piensa en fiestas de cuartos pequeños apenas iluminados, en música saliendo de altavoces que creaban distorsiones desapercibidas. Piensa en cigarrillos largos traídos de otros continentes. En chicas que no sabían pero intuían lo mismo que él no intuía, pero esperaba.
Se deja caer más hacia adelante. Piensa y frunce el ceño. Pero eso había sido en la preparatoria, no en la universidad.
Su frente toca ya casi la arena y los pasos se detienen a unos metros. Asombro. Quizás respeto. Sonríe y disfruta su sonrisa, disfruta el dolor de su cuerpo unos segundos más de lo adecuado.
En la universidad era casi lo mismo. Cuartos oscuros, cigarrillos, música y chicas. Más alcohol. Más problemas. Empieza a recuperar la verticalidad y llega con deleite anticipado al momento en que sus muñecas lo soportan todo. Suelta el aire y cae menos de un centímetro. Abre los ojos y ve el mar. Los universitarios siguen caminando. Uno de sus dedos sigue cubierto de sangre. Su corazón bate. Aún bate.
Piensa en caminar hacia el mar. No, aún no.
El mundo es hermoso y lo seguirá siendo. También mañana. Quizás, para él, también mañana.
Jesús cierra los ojos y toma aire. Sabe que se prepara para el siguiente segundo, sin saber siquiera si llegará.