relato

Vi-viendo (19/03/03)

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Me gusta el olor que tiene la tranquilidad. Vosotros ya no podéis ni sentirlo porque este tipo de cosas las consideráis estúpidas. Y no se siente lo estúpido. Lo estúpido se desecha o se les da a los niños para que jueguen con ello.

Digo esto porque, por primera vez en muchos años, estoy tranquila, en paz. Aunque también podría decir que por primera vez estoy sola y eso me gusta. Aunque sea porque todos me ven como un trasto viejo sin sentido en la vida. No sé. Después de lo que he visto, que mi propia familia me crea inútil y decida dejarme aquí para que no moleste, no me coge por sorpresa.

Ahora que nadie me toma en serio, recuerdo cuando comenzamos a vivir en la Casa. Andrés y Carmen fueron a buscarme a la tienda del señor Roberto, allá en el antiguo barrio. Por entonces yo me pasaba horas y horas frente al señor Roberto, escuchándole hablar de esto y aquello, viéndole tratar con los clientes. Creo que se puso muy triste cuando nos fuimos. A mi también me daba pena no volver a verle, y es que cuando te haces mayor le coges un apego tonto a ciertas rutinas. Andrés se paso el viaje bromeando sobre cual iba a ser mi habitación. Decía que me iba a poner una sala acolchada para que no me hiciese esos arañazo que ya por entonces eran muy frecuentes en mí.

Llegamos a la Casa por la tarde y la verdad es que me dio muy mala impresión. Tan blanca, tan vacía, tan fría y tan sin comodidades. Mi Carmen decía que poco a poco se iba a mejorar. Que pondría alfombras, y manteles sobre las mesas para que no se viera que eran de madera mala. Correteaban por el pasillo como chiquillos, colocando las pocas cosas que habían venido con nosotros en la furgoneta. Mientras, yo, me quedé apoyada en la pared, incapaz de hacer otra cosa que alegrarme porque iban a ser felices. Lo presentía. Ellos eran aún muy jóvenes. Tenían tantas oportunidades para hacer cosas… Tenían, sobre todo, tantas ganas de hacerlas. Andrés ya estaba hablando de la habitación de los niños. «¿Pero qué niños?”, preguntaba mi Carmen. “Los que vendrán». Y los dos se reían y venían hacia mí con falso aire de seriedad, para sentarnos juntos y cenar. Y yo, casi llorando por verles tan felices.Esa noche nadie durmió hasta pasadas las cuatro.

Todo era muy simple: un colchón en el suelo y una lamparilla cerca, por si había que levantarse al baño. Aquella austeridad fue divertida, le daba a la Casa un aire de camping de verano. La más sencilla actividad doméstica era excusa para acabar empapados, con un estropajo en la cabeza o luchando con los palos de las escobas para defender el acceso a la cocina. Recuerdo con mucho cariño los dos años que pasamos así.

Sin darse cuenta, fueron llenando la Casa con más muebles, algunos cuadros, las alfombras que tanto quería Andrés y los libros de mi Carmen. Cuando todos nos habíamos acostumbrado a nuestra compañía y a nuestras pequeñas manías, llegó Laura, la primera, rompiéndonos los esquemas.

Y cuando conseguimos amoldarnos a los suyos – el baño y los lloros y las carreras- entonces, llegó Carlos. Y todo se multiplico por dos. Estos años pasaron, como hacen todos, y yo me di cuenta de que habían sido los mejores de nuestra vida.

De eso solo me queda un regusto dulce en la memoria. Luego vino el cambio de muñecas por vestidos y de cochecitos por pantalones largos. Y así, poco a poco, de forma tan silenciosa que casi ni nos dimos cuenta, ellos crecieron mucho, crecieron de tal manera que ya no entraban en la Casa. Primero Carlos, que se fue para la mili, y al volver consiguió un trabajo en no se qué oficina de Madrid. De esta racha nos quedamos sólo con Laura, que un par de años después también se fue. Pero ella vestida de blanco y con un chico muy simpático, aunque a mi me daba un poco de miedo, por ese bigote tan negro.

Es extraño, pero acabo de resumir veinte años en un puñado de frases. Como si fuera la cosa más simple del mundo: los niños eran pequeños, crecieron y se fueron.

No fue tan fácil.

No estábamos preparados para vivir otra vez con nosotros mismos. Nos habíamos acostumbrado a vivir para otros, de cara a otros. Les fue muy duro recordar lo que era quererse a solas. A mí no me decían nada, pero yo lo veía, lo sentía. A veces Andrés me miraba con tristeza, como pidiéndome perdón por no saber cómo vivir. Y yo me quedaba quieta, con ese frío que me atenaza en las ocasiones más importantes. Me quedaba quieta y no decía nada, porque cualquier palabra hubiera sido imposible para Andrés. Yo hacia lo de siempre, vivir inmóvil vivir viéndoles vivir.

Dos meses después de que Laura se casase, mi Carmen empezó a tener unos dolores muy fuertes de cabeza y la Casa comenzó a llenarse con el olor agridulce de las medicinas y sus consecuencias. Todo es tan triste que hay que pensarlo rápido para sentirlo menos. Se me fue un año después. Ni siquiera al final los médico supieron qué le pasaba exactamente. Unas veces decían que era un tumor, otras que el tumor era consecuencia de otra cosa. Cada día cambiaban. Pero yo lo supe enseguida: ella creía que nadie la necesitaba ya, había criado a dos hijos sanos y felices y eso era todo su horizonte, después sólo la caída al vacío. Hacia allá se dejó ir. Dejó que la pena se hiciera con ella y le llenase la cabeza con el ruido de la soledad, por eso le dolía tanto. A todas horas escuchaba silencio donde antes había alboroto.

Las atenciones de Andrés no significaban nada para ella. Al final le trataba como a un extraño. Un extraño al que la rutina había vuelto vagamente familiar. O tal vez fuese al revés.

Lo importante es que yo, con mis casi cien años, tuve que verla morir. A ella que era como mi hija. Ella que me llevaba de aquí para allá y me movía para que no me diera el sol, que tanto me hincha y hace que me queje. Cuando se fue nos llevó con ella, se llevó toda la Casa. Pocos se dieron cuenta de esto. Andrés estaba ausente la mayor parte del tiempo. Se sentaba conmigo y se quedaba mirando al suelo, como si quisiera imitar mi forzosa quietud. Un día cuando parecía que volvíamos a la vida, se volvió loco. Cogió las pocas cosas que quedaban de los primeros años y las rompió o las lanzó contra las paredes. Tampoco esta vez pude hacer nada, ni siquiera cuando vino hacia mi y me golpeó. Mi cobardía era el reflejo de la suya. Mi miedo era como el suyo, pero yo no podía pegar patadas, ni llorar, ni gritarle que me dolía verle así. Al día siguiente vino Laura. Yo estaba en el sala y al verme debi darsecuenta de que algo hab pasado. Se arrodillo frente a mi, acariciando mi brazo y viendo los restos de lo que había pasado.

«La silla se ha roto». Como si yo no lo supiera. Me empujó suavemente hacia la ventana y se dio la vuelta. No pude verlo pero sé que estaba llorando. Ella sabía. Ella podía ver en las huellas y escuchar en las frases que no pude decir.

Por desgracia yo aún estaba allí diez años después.

La historia es tan complicada que puedo explicarla de forma simple: Carmen murió, él la odió por eso, nos odió a todos y finalmente dejo de odiar. Después también él se murió. Creo que el horror no es sólo lo desconocido, sino también aquello tan habitual que en determinado momento nos destroza por su mezquindad inesperada.

Él nos dejó a finales de junio. La segunda semana de julio el piso estaba vacío y en manos de una agencia inmobiliaria. La ultima vez que vi a Laura, al marchar de la Casa, ella miraba a su hermano con un odio que me espantó. Él hablaba por su teléfono de bolsillo con alguien. Le contaba como había logrado vender el piso y lo que haría con su parte. Fue él quien me trajo aquí.

Mientras hacíamos el viaje estuvo callado pero yo casi podía ver sus pensamientos: Un lugar adecuado. Ellos sabrán que hacer con ella. Es demasiado vieja.

Ahora nadie mira para mí, pero supongo que todo será como aquella primera vez en la tienda del senior Roberto. De momento estoy en el almacén pero pronto alguien vendrá a por mí. Arreglaran la pata que esta astillada y después me darán eso que el senior Roberto llamaba tratamiento anti-edad. Lo siguiente será la espera. Días, puede que meses hasta que alguien me mire y decida comprar una silla de mil novecientos uno, hecha en nogal esmaltado, con ligera enmendadura en la pata izquierda delantera, pequemos arañazos en los apoyabrazos -fruto inevitable del paso del tiempo-.
Una silla convencional pero muy decorativa.

Precio: trescientos veinticinco euros, susceptible de ser rebajado.

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