Una noche desperté gritando sin oírme.
-Por horas- la caja resonaba a 120
-por minuto-.
Miedo asfixiante,
como el agua caliente de los jacuzzi californianos,
a salir así del teatro
sin despedirme como era necesario.
Luces azules y rojas envuelven mi edificio
y veo el techo
pasar rápido ante unos ojos de pez en escaparate,
y la cara de preocupación o incomprensión
de quien vigila
-desconfianza
de extranjero a extranjero-.
Después,
el frío terrible y absoluto,
la sensación de ya no estar
-no estar ya ahí-
y mi voz sangrando de labios ajenos.
El pánico a marcharme sin decir adiós,
rompiendo la pretendida promesa del “Confia…”
en el aire.
Desde entonces,
ni un remordimiento de más
ni una ausencia de hedonismo caprichoso.
Desde entonces,
una nota,
-como excusa o salvavidas-
viaja conmigo, en mi agenda:
“Y si algo me pasara,
decidle a mi familia…”
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